Escribe: Paolo Benza | Ilustraciones: Nagib Zariquiey

*Esta crónica fue publicada en la primera edición de Carta Abierta, a finales del 2013, cuando acababa de estallar el escándalo Ecoteva y Toledo se justificaba en la pensión de US$415 trimestrales de su suegra belga. Hace una semana, el Tribunal Constitucional rechazó un recurso presentado por el expresidente para evitar que el Congreso investigue el origen de los fondos de la casa en Casuarinas. Hoy que Alejandro Toledo quiere volver a gobernar el país, entender su propensión a la mentira se convierte en un ejercicio -cada vez más- divertido.
la llamada telefónica

En Alejandro Toledo acaba de obrar una transfiguración. Ha dejado de ser él y se ha convertido, por un momento, en su asistente. Aunque al teléfono el periodista acaba de mencionar su nombre, Alejandro ya se ha ido, su identidad ha emigrado de ese cuerpo pequeño de nariz aguileña y piel cobriza, ya surcado por las arrugas.  

– ¿De parte de quién? –pregunta con severidad.

El periodista se identifica como representante de un importante diario peruano. Un silencio se prolonga lo suficiente para delatar unos instantes de titubeo.

–En estos momentos está en una reunión, eh –afirma, luego de rencontrarse con su nueva identidad. El periodista se desconcierta.

–Eh… Señor Toledo solo le quería hacer un par de preguntas acerca del informe de la Unidad de Investigación Financiera que ha salido hoy en Lima –insiste, pero es interrumpido por la voz grave y engolada del personaje al otro lado de la línea.

–Él está en una reunión ahorita, por favor.

–¿Y en cuánto tiempo lo podría volver a llamar? –el periodista cede.

–No sé, está en una reunión de… las Facultades.

–Ya. Lo vuelvo a llamar, gracias.

Se corta la comunicación. Suena un pito monocorde en el auricular. En algún lugar de Palo Alto, California, en Estados Unidos, cerca de la Universidad de Stanford, una identidad regresa a su cuerpo. Lástima, para él, que las voces no migren con sus respectivas personalidades. Lástima, también, que las llamadas periodísticas siempre sean grabadas.

ilustración: nagib zariquiey

***

Mentir es decir algo falso a sabiendas de que lo es. Mentir significa tener certeza de que la realidad se sitúa en A y afirmar que lo hace en B. Mentir no es mecer, torear, ni irse por las ramas. Mentir implica, pues, conciencia y entendimiento. La mentira es intención.  

Por eso, cuando es descubierta, una sola es capaz de desbaratar por completo la credibilidad de una persona. Decía Nietzsche, “lo que me entristece no es que me hayas mentido, sino que ya nunca más podré confiar en ti”. A la inversa, también puede contribuir a la pública gestación de un oxímoron: una falsa verdad. “Miente, miente, miente, que algo siempre queda”, aseguraba Joseph Goebbles, el propagandista del régimen nazi.

Los animales mienten en contadísimas y sorprendentes excepciones. Los humanos, en cambio, mentimos todos. Mienten tanto los médicos que niegan al paciente una enfermedad terminal, como los homosexuales que rechazan tal preferencia. Le hemos concedido a la mentira distintos peldaños en nuestra escalera moral. Tomás de Aquino, por ejemplo, profesaba que habían tres tipos: la útil, la humorística y la maliciosa. Solo la última era pecado mortal.

el melody

Esa tarde de primavera de 1998, el empleado del Banco de Crédito reporta una situación que el decano de ESAN, Alfredo Novoa, ya sospecha: su profesor de desarrollo económico, Alejandro Toledo, puede estar secuestrado. Ha faltado a sus clases y le confirman que se están realizando fuertes movimientos de dinero en la tarjeta Visa Dorada a su nombre. Todas las señales apuntan a un plagio.  

Toledo no es, en ese momento, un profesor cualquiera: ha sido candidato presidencial tres años atrás, en 1995, y planea serlo en las elecciones que se avecinan encabezando al partido Perú Posible.

El decano de ESAN telefonea al coronel Velarde, militar en retiro encargado de la seguridad de la institución educativa, y le informa de la situación.

–Ubique al profesor –indica, con pragmatismo de ingeniero.

En las siguientes horas del 16 de octubre, Novoa se reúne con Eliane Karp, la esposa que ha mandado cancelar la tarjeta, y juntos llegan hasta la Farmacia Deza en San Isidro, desde donde se han reportado los gastos más fuertes. Allí, les confirman las compras de Toledo, pero no indican cautiverio alguno. Se separan.

Por la noche, Alfredo Novoa va a la casa de la familia Toledo, al final de una calle enrejada en la apacible urbanización de Camacho, en La Molina. Alejandro no tarda en llegar, visiblemente “fuera de sus cabales” y desprovisto de las amarras de sus zapatos. No tiene marcas de haber sido maniatado. La mirada de reproche de Eliane indica que es momento de respetar el rictus familiar. El ingeniero se va.

–Si hubiera sido cualquier otro profesor, hubiera hecho lo mismo: buscarlo –me diría Novoa en la oficina de su departamento sanisidrino, quince años después. –No sé si habrá habido algo en el Melody, ni me interesa.

En febrero de 2001, Alejandro Toledo, nuevamente candidato, se sentará en el incómodo sillón negro de El Francotirador.

–¿Es verdad que te secuestraron y te llevaron a la fuerza? –preguntará Jaime Bayly, conocido por sus afiladas preguntas personales.

–Eso sí. Y está en la policía. Y está en las clínicas –responderá, raudo.

Cuando el periodista le pregunte cómo está tan seguro de que fue secuestrado, describirá una escena tan aparatosa como vaga:

–Ah, es que yo… 7 de la mañana, yendo de mi casa a una reunión, en el Puente Quiñones, tres camionetas polarizadas sin placa –sonreirá–. Lo que recuerdo es… las metralletas y un pañuelo. Perdí el conocimiento.

La policía y las clínicas; las camionetas, las metralletas, el pañuelo. Miente, miente, que algo siempre queda.

Ante la División de Secuestros de la Policía, el 19 de octubre de 1998, Pablo Gálvez Cruzado, encargado de reparto de la Farmacia Deza, declara sin vacilar que encontró a Toledo en una habitación del Hostal Melody con “tres chicas encima de la cama todos completamente desnudos y realizando diversos actos de índole sexual” cuando fue a hacer firmar el voucher de la tarjeta de crédito. Job Isaac Príncipe, recepcionista del hostal, y Juana Rosa Sánchez, jefa de operaciones de la farmacia, dan –recibos y firmas de por medio– manifestaciones que confirman la misma versión.

Foto difundida por el usuario @cholaveneno en MAYO DEL 2013. Fuente: dedo medio 

Cuatro días antes, Toledo había salido de casa en un Honda Accord negro, dando inicio a dos fervorosos días de parranda. Acompañado de cinco chicas –Nataly, Itamar, Cielo, Karla y Raquel–, recaló primero en el Hostal Queens, en La Victoria y, al día siguiente, en el Melody de Surquillo. Este último –que pudo añadir la segunda estrella a su letrero de neón azul gracias a la posterior fama de su cliente–, es un esmerado local de cuatro pisos con cochera propia. El biombo que cubre la puerta principal esconde su pomposa decoración de chifa. En la habitación 407 pasó el día Alejandro Toledo junto a las mujeres. Tomaron cerveza, almorzaron pollo a la brasa y las envió por grupos a la Farmacia Deza con su tarjeta de crédito. Hasta que le cortaron la línea.

Entonces, pidió al hostal un préstamo de 1500 soles que repartió entre las chicas. Tres desertaron, dos se quedaron. Salieron a las 8:40 de la noche y fueron interceptados por una patrulla. Los contactos del general Velarde habían hecho su trabajo. Toledo negó el secuestro y decidió regresar a su casa a calmar a su esposa. No solo le faltaban los pasadores, sino también algo de control sobre sí mismo.

En julio del 2000, el periodista de Caretas Jimmy Torres será internado en la Clínica San Pablo por un accidente automovilístico y logrará agenciarse unos análisis toxicológicos hechos a Toledo al día siguiente del supuesto secuestro. Uno había dado positivo para el “barbitúrico hipnótico fenobarbital” y el otro para cocaína. Un cóctel de terror.

***

Para mentir sobre asuntos delicados de manera sostenida es necesario carecer de escrúpulo. “Solo una mentira que no esté avergonzada de sí misma puede tener éxito”, dijo Isaac Asimov, escritor y bioquímico ruso. Lograr tal condición es posible por dos vías: la frialdad de quien ha sido curtido en los avatares de la vida o la somera inmadurez emocional de alguien a quien poco importan las consecuencias de sus actos. ¿Cuál de ellas signa al expresidente? 

La historia de vida de Alejandro Celestino Toledo Manrique transita desde las gélidas tierras de pastoreo de la sierra, en compañía de su perro Limón, pasando por los arenales de Chimbote, hasta el sillón de Palacio de Gobierno. De lustrabotas a presidente. Esa niñez que Caretas, en octubre de 1994, llamaba “no solo particular, sino digna de recuento y ejemplo”, es el germen de sus réditos políticos. Carlos Bruce la acaba de calificar como “fascinante” en la Sala de Embajadores del Congreso de la República.

Por encima del cuchicheo reinante, la voz de Bruce se alza:

–Yo ya no sé cuántos hermanos tuvo finalmente, porque cada vez que lo escucho, cambia. Primero doce, después dice catorce, después dieciséis, de los cuales la mitad murió. Él a veces altera las cifras con el ánimo de dramatizar.

Toledo ha alterado aspectos de su biografía para que sus penurias parezcan más desoladoras y sus logros más admirables, y así poder mantener esa figura de discurso que representa al esfuerzo, al éxito y la esperanza. Por ejemplo, en el día de la madre de 2001, en el programa Contrapunto de Frecuencia Latina, se aventó a decir, con esa iniciativa que le surge cuando se siente a gusto: “Quiero aprovechar esta oportunidad para decir a las madres del Perú que yo me debo a ellas. Yo no tengo a mi madre, la perdí en el terremoto de Ancash”. Pero olvidó que en su autobiografía Las Cartas sobre la Mesa había escrito que su madre había sobrevivido al fatídico evento.

–Esa lucha por ascender en la escala social no es fácil y no la haces sin haber tenido un grado de picardía y astucia que a veces te lleva a mentir para obtener un rédito de corto plazo –me dice Bruce, quien acepta ya no ser amigo de Alejandro.

LA HIJA PERDIDA

–¿Esa hija es tu hija, Alejandro? –apunta la mira el Francotirador durante la campaña presidencial de 2001.  

–No.

–¿Tú lo puedes probar?

–Absolutamente –solo un leve movimiento en la silla delata un resquicio de incomodidad en el candidato.

De carácter resabido, Zaraí Toledo Orozco es fruto de un romance pasajero entre la contadora Lucrecia y el economista Alejandro. Lleva toda una vida buscando el reconocimiento de su padre. Sus facciones son idénticas a las de él. Esa noche, frente al televisor, se ofende.

ilustración: nagib zariquiey

Dos meses después, la niña se sienta frente a Jaime Bayly y desafía a su padre a hacerse la prueba de ADN. Ha llegado hasta allí tras retar por teléfono al entrevistador. “Si de verdad eres un periodista independiente, invítame a tu programa”.

–Quise venir acá para probarle que en verdad sí existo. Que estoy presente y vivo –exclama Zaraí en pantalla.

En los meses siguientes, Toledo, ya electo presidente, se reafirma en su versión inicial: él no es el padre. A pesar de que una prueba de sangre de 1996 asegura esa paternidad. La presión política y mediática arrecia. Bayly toma la causa como bandera contra el entrante gobierno. El círculo oficialista decide darle solución al tema cuanto antes.

Un martes del mes del Señor de los Milagros en 2002, el obispo Luis Bambarén llega a Palacio de Gobierno con una carta bajo el brazo. Se la entrega al presidente. "El ser presidente es importante pero transitorio. Como hombre, amigo y cristiano, le pido, le suplico, le exhorto, reconozca la paternidad de Zaraí", dice esta.

–Obispo, usted me ha tocado un punto que nadie lo ha tocado: el espiritual –se sincera el presidente. Además, un desliz del vocal supremo Silva Vallejos, al confesar una ilícita reunión con Toledo para conciliar el caso, ha acelerado las cosas.

Ese mismo viernes, en mensaje a la nación, con el pelo engominado y lentes de analista, Alejandro Toledo reconoce “libre y voluntariamente” a su hija. Sin ADN. Finaliza con una frase para el anecdotario: “Buenas noches, Zaraí”.

***

Sobre la mesa, junto a mi grabadora, hay exámenes que esperan corrección. En el cubículo, el profesor de la Universidad de Lima Leopoldo Caravedo, además psicólogo clínico y psicoanalista, se explica con ademanes pausados.  

–Para que exista una mentira se necesita la complicidad del receptor. Mientras más necesidades hay en el receptor, la mentira va a ser más funcional y este se va a cuestionar menos.

-Si observa con detenimiento, se dará cuenta que el autor de ficción entrega una realidad falsa –verosímil, es cierto, pero falsa– sabiendo que lo es y nosotros nos dejamos introducir en ella para disfrutar de la obra. Eso es “complicidad”. En el mismo recurso se basan los ilusionistas: los grandes y más exitosos mentirosos de la historia.

El año 2001, la oportunidad perfecta cruzó el camino de un hombre con ambición. El Perú salía de una crisis de verdades y necesitaba creer en algo. En alguien. Y creyó en Alejandro Toledo, el político que se presentó como ex alumno de economía de Stanford y ex docente de Harvard, prestigiosas universidades estadounidenses. Su lema: “la economía es mi cau-cau”.

Como aclaró la Stanford Magazine en marzo de 2001, Toledo estudió allí una maestría en Educación, otra en Recursos Humanos y un doctorado en Educación. No en economía. La Asociación de ex alumnos de Harvard se encargó de aclarar que Toledo no había sido ni alumno ni docente, solo un investigador en dicha universidad que pagó ese derecho al que podía acceder cualquier profesional.

Pero eso poco importaba. El pueblo peruano necesitaba creerle a ese candidato que se presentaba como el paladín de la democracia, el artífice de la caída del régimen, y que era poseedor de una historia de vida hermosa. Eso es “funcionalidad”. Sus mentiras llenaban la brecha entre lo real y lo esperado. Y todos eligieron creerle.

las firmas 

Fuente: blog encuentro fugaz 

El pelo peinado al estilo lengüetazo de vaca de Carlos Spa no se mueve ni un ápice ante la embestida verbal del Presidente de la República. El programa Cuarto Poder ha emitido un reportaje de denuncia sobre una fábrica masiva de firmas falsas montada a favor del partido Perú Posible en 1998. Es octubre del 2004 y Toledo, que se ha puesto al teléfono, lucha para que su índice de aprobación alcance las dos cifras.

–¡El periodismo que usted acaba de hacer es canallesco y no se lo permito! –grita Toledo, alargando la ‘r’ característica de esta última frase; Spa levanta un poco las cejas ante su última diatriba. –¡Es usted un cobarde!

Este incidente es solo la punta del iceberg de una grave denuncia de corrupción. Según el reportaje del canal 4 que tanto fastidió al presidente, Perú Posible, su partido, habría sido inscrito con firmas falsas.

Mientras Carlos Spa es expectorado de Cuarto Poder, el Congreso crea una Comisión Investigadora del Caso Firmas Falsas. En ella declara la testigo principal, Carmen Burga, quien afirma, detallando incluso el dinero que percibía–60 soles por 12 horas–, que la falsificación de rúbricas era supervisada por el entonces candidato.

Toledo negó siempre la acusación, amparándose en que esta prescribió en el Congreso. Carmen Burga huyó del país y, desde la clandestinidad, mandó un video retractándose. Se dijo que fue sobornada por los toledistas. Alejandro volvió a negar. Años después, apareció un audio en el que su sobrino, ‘Filete’ Manrique, daba a entender que Toledo habría estado involucrado en la partida de Burga e, incluso, que habría habido un plan para matarla.

–No existieron firmas falsas. Cuando uno analiza los hechos se da cuenta de que hay más cuestiones de escándalo que de otras cosas –me dice, con la voz monocorde y el semblante inexpresivo, Juan Sheput. Es uno de los últimos que se mantiene hoy junto a Alejandro y a Perú Posible.

***

La intención de mentir no lleva implícita la intención de hacer daño. La mentira puede ser un simple recurso para evitar responsabilidades o situaciones incómodas. Por ejemplo, en 2011, el entonces presidente Alan García deslizó el dato de que Toledo había gastado S/. 542 835 en licor durante su gestión presidencial. Este respondió a la periodista: “Yo no tomo whisky, quiero que sepa”. Poco importó la mano oronda, desembarazada de las pacatas convenciones sociales –su mano– que todos vimos deslizarse hacia la hielera del restaurante Brisas del Titicaca en agosto del 2005, para terminar en un vaso de whisky.  

La mitomanía es la patología de la mentira. Es la necesidad de inventar, una y otra vez y de forma inconsciente, sucesos improbables y fácilmente refutables. Las afirmaciones del mitómano no son parte de una psicosis; de ser presionado, incluso, podría aceptar su falsedad de mala gana. Ningún psicólogo podría afirmar que Alejandro Toledo padece de mitomanía sin antes haberlo evaluado. Y de haberlo hecho, el secreto profesional haría esa afirmación inconfesable. Solo se pueden identificar en él rasgos y manifestaciones.

Mentir no es fácil. Racionalmente, para el ser humano es más cómodo saber que la mesa es roja y decir que lo es, pues decir que es azul implica divorciarse de la realidad e imaginar otra. A eso se suma el estrés de ser descubierto. Por eso, la mentira se justifica si las consecuencias o responsabilidades que acarrea la verdad son indeseables. O por una patología. ¿Qué pasa, entonces, con Toledo? ¿Es honesto? Dándole un sorbo a su café en una mañana gris, Juan Sheput, su amigo, responde a esta última pregunta:

–Hablar de honestidad implica varias cosas. Hay un pasaje en Ana Karenina en el que un funcionario del imperio zarista dice: “esa persona es honrada, pero no es honesta. Es honrada porque no roba, pero no es honesta porque no denuncia a los que roban”. Lo importante es tener funcionarios con ambas categorías: honrados y honestos, y para eso uno tiene que conocer mucho, no solamente a la persona sino a los entornos. Es un tema muy complejo. O sea, no se puede otorgar esa categoría absolutamente a nadie, si es que uno no conoce todo el entorno.

Como dije al principio, torear una pregunta no significa mentir.

ECOTEVA 

fuente: perú 21

En la urbanización Las Casuarinas, las camionetas 4 x 4 descansan a un lado de las pistas flanqueadas por interminables muros de portones eléctricos. En una de sus calles, Cascajal, una residencia de 2 500 m2 ha sido adquirida por la suegra de Alejandro Toledo, Eva Fernenbug, por 3,7 millones de dólares. Así lo ha informado el diario Correo en enero, lanzando la controversia sobre el ex presidente.

Mirando el pequeño caos que se forma en la Av. Arequipa, frente al edificio del canal 5, Marco Vásquez, periodista de Panorama, procesa información. Periodismo es horas de vuelo, piensa, ahora que Michael Landman, judío miraflorino sobreviviente del Holocausto, ha llamado indignado a decir que su pensión de reparación asciende a solo $415 mensuales. También ahora que unos vecinos de Casuarinas le han confirmado que era el propio Toledo quien se acercaba a ver las casas. Y, sobre todo, ahora que esa fuente, la tercera, ha soltado un nombre clave: Ecoteva. Acá hay algo que se tiene que saber, piensa.

Marco Vásquez viaja a Costa Rica sin más luces que ese nombre: Ecoteva, la fuente del dinero para la casa de Casuarinas. Encuentra en los registros que la empresa fue constituida por el Bufete Melvin Rudelman y sus fundadores son José Zamora Alfaro y Claudia Centeno Fuentes, quienes luego nombraron a Fernenbug como presidenta. Luego de la revelación de Correo, la cambiaron por Sabih Saylan, hombre de Yosef Maiman, el amigo judío y multimillonario de Toledo que sacaba hielos junto a él en Brisas del Titicaca. La empresa, en Costa Rica, no tiene bienes y fue fundada con tres dólares de capital social.

Marco decide buscar a Centeno, hondureña, y su dirección lo lleva hasta una especie de asentamiento humano costarricense. No está, pero logra averiguar dónde trabaja: el Hotel Balmoral.

–Vengo a entregarle esto a la señora Centeno –le dice a la recepcionista, mostrándole el acta de fundación de Ecoteva. Esta ve los sellos y lo invita a esperar.

Centeno sale. Marco hace un reconocimiento instantáneo de su rostro. Ella lo manda a esperar afuera. Dos horas después, en la calle, Marco la aborda, papel en mano. Ella, por supuesto no está enterada de Ecoteva. Ni de Fernenbug.

–Yo soy inocente –alcanza a decir antes de notar al camarógrafo, antes oculto.

La señora ve la cámara y se quiebra. Se tapa la cara, solloza.

–¡Yo soy una simple miscelánea! –grita antes de subirse a un bus. Una simple empleada de limpieza, en argot costarricense.

Marco siente que está perdiendo a su único contacto con el caso. Desesperado, sube a un taxi, pero no alcanza a seguir el bus. Entonces, el instinto periodístico acude en su ayuda. Al Bufete, vamos al Bufete.

Espera frente al Bufete Melvin Rudelman. Paciencia. Periodismo también es paciencia, piensa. De pronto, llega la señora. Entra. De día limpia en el Balmoral, en la tarde, en el Bufete. Luego descubrirán que el otro fundador es un empleado de seguridad. Listo.

El Bufete acepta recibirlo sin cámaras. Muy sobrios, le dicen que así se forman las empresas en Costa Rica –paraíso de off-shores– y que disfrute de las playas, muchas gracias. Marco cierra la puerta de rejas del Bufete con una sola palabra en mente: testaferros. Personas que prestan su nombre para el negocio de otras.

El reportaje de Panorama desató la bola de nieve de las mentiras. Antes Toledo había dicho que su suegra había pagado la casa y una oficina en el edificio Omega, en Surco, con el dinero de su pensión como víctima del Holocausto. Pero fue con dinero de Ecoteva. Luego desafió a que si se demostraba alguna vinculación de él con las compras, se retiraría de la política. Los dueños aseguraron que fue él quien visitó los predios. Melvin Rudelman dijo, además, que el propio Toledo le pidió la conformación de Ecoteva y le dio el nombre.

El informe de la Unidad de Inteligencia Financiera de la SBS, descubrió, además, que la casa de Punta Sal y parte de la hipoteca de la casa de Camacho del ex mandatario fueron pagadas con dinero de Ecoteva. Él había afirmado que había sido con su dinero. Cuando el Congreso peruano hizo un ademán de blindarlo, el costarricense vio que el manual para estos casos dicta ‘lavado de activos’, y decidió investigar. Y, como si no fuera suficiente, se descubrió que Abraham ‘Avi’ Dan On –ex jefe de seguridad de Toledo y ex Mossad– estaba retirando el dinero de Costa Rica a pérdida.

La última de las versiones de Toledo, al ser interpelado por el Congreso, va así: Maiman quería invertir su dinero en Perú, a través de Ecoteva, y él lo ayudó a tasar el valor de la casa de Casuarinas y de la oficina en Surco. Por eso su presencia en ellas. Además, Maiman le prestó, debido a una fraterna relación de amistad, el dinero para pagar su casa de Punta Sal y ‘matar’ su hipoteca en Camacho.

***

Una de las características de la mitomanía es que el sujeto construye planes a futuro sobre el complejo entramado de falsedades que ha creado. Más que creerse sus afirmaciones, Alejandro Toledo parece estar segurísimo de que nosotros se las creemos a él, porque termina asumiéndolas como válidas y posibles.  

–Toledo es muy poco político, es muy generoso, tiende a confiar mucho en las personas y no tiene esa astucia en términos de desconfianza que es requisito en la acción política. De ahí se mete en problemas –me explica Juan Sheput.

Todos los políticos mienten. Asumamos, como escépticos peruanos, esa premisa. Entonces, ¿por qué Toledo es el mentiroso?

–Por el racismo que está inmerso en el Perú. No tengo la menor duda de eso –dictamina Sheput.

–¿Pero, de dónde viene la inocencia política de Toledo? –pregunto.

–De haber llegado tarde a la política. Ese es el problema de fondo.

Todos los políticos mienten. Alejandro Toledo es político. ¿Alejandro Toledo miente? Sí, pero no como ellos. Los políticos mienten con racionalidad y cuidado. Una de las reglas tácitas de su actividad es nunca decir lo que piensan, ni hacer lo que dicen. Para ello, deben valerse de argucias lingüísticas, de escusas racionales y de sólidas coartadas. No de una pensión del Holocausto de $ 415 mensuales.

Toledo miente por instinto. El engaño le brota como un reflejo elemental. Pareciera un impulso irresistible, compulsivo y autodestructivo. La razón de su actuar no aparenta estar fuera de él (el racismo), sino dentro.

–Ahí intervienen sus patrones más primarios, más infantiles, en donde basta la expectativa para que algo sea realidad: pensará “no me van a investigar, seguro mis correligionarios van a poder neutralizar esto. No va a salir información” –me dice Leopoldo Caravedo frente a los exámenes aún sin corregir.

Durante años no ha encontrado razones para dejar de pensar así. Pero Ecoteva parece ser la Waterloo de sus verdades.

–Hay un dicho entre políticos que es: “miente, pero no engañes” –prefiere explicarme Carlos Bruce–. Una cosa es que minimices una parte negativa tuya y otra que engañes flagrantemente.

O, quizás, solo se trate de no causar alboroto. A mediados de septiembre, envalentonado por la dudosa ovación de una multitud, Alejandro Toledo –que debe estar acostumbrado a los escándalos como un gladiador a las cicatrices– se acercó a una periodista de Latina, la miró fijamente a los ojos, frunció el ceño y demandó:

–¡Dejen de mentir!

Dio media vuelta, la miró por encima del hombro y dejó escapar una sonrisa mientras saludaba a sus fans.

Dejen de mentir.